La novela moderna es el ámbito donde la lectura está a punto de extinguirse y al mismo tiempo se erige como clave de bóveda, como el último lugar de negociación entre el ámbito literario y el de cada lector privado, encargado, como se sabe, de completar el sentido de la obra. Sólo vemos una vez a don Quijote leer libros de caballerÃa y es cuando hojea el falso Quijote de Avellaneda, donde se cuentan las aventuras que él nunca ha vivido: precisamente en el momento en que la novela pone en escena su capacidad de absorber el mundo para ficcionalizarlo todo. Tenemos las fotos en que Borges intenta descifrar las letras de un libro que sostiene casi pegado a su cara; la de Joyce, un ojo tapado con un parche, leyendo con una lupa de gran aumento. Y hay una instantánea en la que el Che Guevara, trepado a una rama en plena selva boliviana, se concentra en la lectura. Tenemos a Kafka, sobre todo las cartas a Milena, en las que la lectura aparece como la forma de poner distancia con el mundo (incluso con la propia Milena). Y, por supuesto, a Anna Karenina, a Madame Bovary; a esos lectores tan locos, geniales e inadecuados como Hamlet y Alonso Quijano que son Bouvard y Pécuchet. ¿Qué significan estas escenas de lectura, escenas secundarias y casi ¡rrelevantes para las tramas novelescas, pero en las que asoma su maquinaria escondida, su sistema secreto? Como en Formas breves y en CrÃtica y ficción (también publicados por Anagrama), Piglia vuelve a mostrar que es uno de los grandes maestros en la construcción de itinerarios insólitos para leerla literatura contemporánea: leerla no sólo en el sentido literal sino como estela de un recorrido en el que Walter BenjamÃn (a punto de morir en la frontera entre Francia y España) y Ernesto Guevara (perseguido por el ejército boliviano) se reflejan en su forma de aferrarse a su último tesoro: una maleta con sus últimos libros y escritos.