La grandeza de un pueblo no se mide por los laureles conquistados sino por los sacrificios realizados para conseguirlos. En febrero de 1812 Manuel Belgrano recibe la orden de partir a Jujuy para hacerse cargo de lo que queda del Ejército Revolucionario vencido en el desastre de Huaqui. Lo recibe un conjunto diezmado de andrajosos hambrientos entre los que reinan la indisciplina, las intrigas y las acusaciones. Belgrano debe reorganizar las tropas y replegarlas hasta Tucumán, hasta Córdoba si es necesario, entregando sin luchar el norte de las Provincias Unidas a los realistas. Esa retirada de agosto de 1812 constituyó la gran pueblada de la independencia nacional, llevada a cabo por hombres y mujeres que, en pos de su libertad, decidieron sacrificar sus pertenencias, poner fuego a sus propiedades, dejar tierra arrasada. Hasta que una noche, tucumanos, sáltenos y jujeños, sumados a la oficialidad, intiman a Belgrano a detener la fuga y presentar batalla a los realistas. Es un instante excepcional en la historia argentina: Belgrano debe debatirse entre la legalidad -la órdenes del Triunvirato- y la legitimidad -la decisión soberana de un pueblo que le exige desobediencia para constituirse en sujeto político de una nueva y gloriosa nación. Éxodo jujeño es el apasionado relato de esa gesta popular y la historia de un líder que, sin encarnar el romanticismo militante de Monteagudo o de Dorrego, ni el cautivante aventurerismo sanmartiniano, ni la convicción revolucionaria y democrática de Artigas, decidió ponerse a la cabeza de la Revolución. Un líder que siempre hizo lo que se debía hacer por esa Revolución, sin especular ni medir las consecuencias personales.