Querido y odiado como pocos de sus contemporáneos, Manuel Dorrego dejó su impronta en un país que se estaba formando. Vivió su vida a puro vértigo, por sus rasgos personales y porque la época, marcada por la revolución, lo empujó a hacerlo. Arriesgó permanentemente, ganó y perdió. Su fusilamiento provocó una guerra decisiva. Su recuerdo fue cantado en los fogones. Su vida y su muerte apasionan todavía hoy. De hecho, Dorrego es uno de los pocos personajes federales que ingresaron en el panteón de los héroes nacionales. Fue llamado el “padre de los pobres”. Y alternativamente se lo puede recordar como revolucionario, guerrero de la independencia, promotor del republicanismo, exiliado, dirigente popular, demócrata convencido y referente del federalismo. Su derrotero vital es apabullante; su actividad y su defensa de una política nacional, a menudo también.
