Este libro tiene magia. Pero no trucos. Magia verdadera, de la misteriosa, de la que es difícil explicar. En el transcurso de sus páginas, Milo, que empieza siendo un chico, deja la infancia para siempre mientras se apaga la vida de Silvestre, el viejo que lo crió. La historia sucede en un presente absoluto: nada sabemos del pasado de los personajes y sin embargo sabemos todo lo necesario. Como en un juego de tiempos que se entrecruzan a distinta velocidad, los sucesos son muchos y son esenciales y sin embargo el mundo parece quieto, igual a sí mismo: el río inmóvil, la Costanera Sur, la estatua de Viale, la fuente de Lola Mora, el paredón de la usina eléctrica, el puerto, los barcos¿ Silvestre y Milo trabajan con un par de juegos mecánicos: las hamacas voladoras y los cochecitos que giran. Y así giran sus vidas, siempre alrededor de los mismos lugares, siempre alrededor de la jaula. La relación entre los dos no necesita palabras: el cariño los envuelve en un silencio cálido. Todas las semanas van al zoológico para acompañar a los animales prisioneros, como quien visita a un amigo en la cárcel. Allí conocen a la mangosta que se convertirá en el centro del relato y en el símbolo de la libertad. Los personajes que los rodean, los dueños de los bares, los vecinos, Tita, la amiga de Milo, son como ellos: gente de todos los días, contada con palabras de todos los días. Pero esa simplicidad es engañosa. En realidad, Haroldo Conti construye su historia con una exquisita mezcla de lenguaje clásico y coloquial, con toques de lunfardo leves y precisos como la pincelada de un maestro. Sus personajes tienen una profundidad humana que trasciende los lugares comunes que usan para expresarse. En un escenario de tristeza y deterioro, con una melancolía infinita, Conti se arriesga a jugar con la capacidad de sus personajes para encontrarse a sí mismos. ANA MARÍA SHUA