Los cuentos de Haroldo Conti, fechados entre 1944 y 1976, podrían ser vistos equivocadamente como un conjunto en estado de dispersión. Pero la fuerza centrífuga de los años, las diferencias de composición reunidas alrededor de la idea ilusoria de lo completo, los cambios de registros de las voces que narran y los perfiles variados de las decenas de personajes que pueblan las historias no alcanzan a mover su nucleo, indiferente a las alteraciones de forma. En la mayoría de estos relatos persiste una estabilidad de orden escenográfica. Las historias repiten, conservan y estimulan narrativamente su geografía en una zona precisa de la pampa humeda: Chacabuco y sus pueblos satelites, con el silencio dominante de la cultura rural (y su antimateria: laverborragia) y las vías de un tren que se mueve entre las estaciones del pasado y el futuro. En esa geografía se extienden dos maldiciones: no se puede estar en ella si no es a cambio de la degradación; y no se puede volver a ella si no es en vagos ensueños bergsonianos para los que el presente es una alucinación.