Una mujer se queda desnuda para que los demás la miren. La midan. Su cuerpo es el texto en el que se ha escrito su biografÃa. La mano derecha es más grande que la izquierda porque es la mano con que la mujer agarra, escribe, acaricia, desencaja la tapa de los botes de legumbres. Antes, a la mujer su abuela le da unos azotazos en el culo. Va al colegio y se forja un pequeño corazón competitivo. Nada como si fuera un besugo. Ama desesperadamente a su madre y la salva de morir en un ridÃculo incendio. Canta desgañitándose Pájaro Chogüà y se hace amiga de muchas niñas y mujeres, y del niño más gamberro de octavo de egebé. Desprecia a las asistentas y va cada noche a los cines de verano. Para seducir se aprieta las carnes ridÃculamente como si su cuerpo fuera el de otra persona. Bebe, fuma, se pone mala y tiene miedo de sus alumnos. Se manifiesta. Se casa. Trabaja de ocho a ocho. Miente y dice la verdad. Como casi todo el mundo. Cumple cuarenta años. Se queda quieta. Reclama el derecho a dejar de complacer. El derecho a la lentitud. La lección de anatomÃa es una novela autobiográfica, de aprendizaje, escrita con el sentido del humor y el colmillo retorcido de la novela picaresca: el pudor no tiene que ver con el contenido de lo que se cuenta -morfologÃas del pene, pelos del pubis, la primera menstruación-, sino con el hecho de saberlo contar. El lenguaje expulsa al relato del espacio de la obscenidad ramplona y del morbo para darle otro sentido: el de una autobiografÃa novelada o una novela autobiográfica (¿el orden de los factores altera el producto?) que no explota la singularidad de la voz en primera persona, sino que la acerca a su comunidad anulando la distancia entre el nosotros y el yo, dentro y fuera, ser y parecer, porque, como decÃa Vonnegut parafraseando a Wilde, «somos lo que aparentamos ser, asà que deberÃamos tener cuidado con lo que aparentamos ser». Las lecciones de anatomÃa terminan convirtiéndose en lecciones de geografÃa e historia, y quizá la percepción de los cuarenta años como lugar desde el que echar la vista atrás sea un acto elegiaco, un signo de madurez en un mundo peterpanesco o una conducta forzada por el envejecimiento prematuro al que nos somete el cambio de era y la obsolescencia electrodoméstica.