La voz de un escritor, ese rasgo impalpable, casi imposible de explicar y más difÃcil aún de ignorar, es aquello que marca una obra. Pero esa voz, ¿de dónde surge?, ¿qué trae con ella? ¿Qué es eso que marca su diferencia? Como en La rueda de Virgilio, Luis Gusmán vuelve a urdir un relato en el punto lábil y tan discutible donde se entrelazan la vida y la literatura, su vida y su literatura. Pero esta vez las intenciones son otras. La voz en cuestión, de muy diversas maneras, interpela a los muertos, a los propios; a los ajenos que el amor o la admiración ha vuelto propios. Los de la infancia, los más recientes, los literarios. Los interroga al mejor estilo de la novela policial, en la búsqueda de pistas, revelaciones, hasta dar con una verdad donde lo autobiográfico logra construirse como una ficción atrapante y conmovedora. Con una prosa austera, de una belleza que hace pensar en la dignidad y que repele con desdén todo ornamento y afectación, este libro, como su tÃtulo indica, expresa confianza, pero también un cierto pavor, ante esas voces que de improviso ponen en marcha un texto, y arrastran consigo al escritor, mientras éste sea capaz de tolerar esa compañÃa. El escritor como médium, podrÃa decirse, aunque no es eso. El médium, todos sabemos, es el vehÃculo de una verdad que lo desborda. Los muertos no mienten es todo lo contrario: sobrio, para no exhibir su inteligencia; exacto, para que la pasión y el espÃritu sean inteligibles. Un pequeño tesoro.