Leer a Abelardo Castillo me produce siempre la sensación de leer un mapa que cartografía rutas desconocidas sobre lugares secretos a los cuales jamás he accedido y sin embargo estaban a un paso del mundo rutinario y gris que estoy cansado de habitar. Poco a poco, página a página, uno va entrando en un mundo autosuficiente, creado a imagen y semejanza de quien esté leyendo. Como si el autor nos conociera profundamente, o hubiese mandado alguien a espiarnos, alguien que tocara, rozando apenas, los vórtices de ese algo profundo que nos hace vibrar de amor, de terror, de duda, de angustia y de fascinación, como si fueran un mismo sentimiento, el único estadio del alma al que podamos aspirar. Los cuentos de El espejo que tiembla han sido catalogados caprichosa o perezosamente como cuentos de terror o cuentos extraños. Será porque nunca sabemos dónde poner la belleza a secas. En mi opinión, estos cuentos deberían ser ubicados en el único género que los contiene en forma cabal: el de lo bellísimo. Estimado lector, usted no tiene en sus manos un libro; lo que tiene en sus manos es un mapa de los deseos, los terrores y las dudas con las cuales el universo ha construido el alma humana. No lo suelte; intérnese con confianza en el mundo, porque lleva un talismán.